La guerra de los servicios streaming ha cobrado otra vida. Quibi, la plataforma de suscripción exclusiva para celulares y basada en contenidos de 10 minutos o menos, anunció esta semana el cese de sus operaciones.
Esta curiosa y polémica iniciativa —que nació respaldada por el prestigio de Jeffrey Katzenberg, exjefe de Walt Disney Studios y Dreamworks; el aval económico de compañías como Disney, Fox, Warner Media, eOne, MGM, Lionsgate, Sony, Viacom, ITV o Alibaba: y la confianza de creadores como Guillermo del Toro, Sam Raimi, los hermanos Russo, Steven Soderbergh, Reese Witherspoon o el propio Spielberg— cierre después de un arranque tortuoso.
Y de paso ofrece al mercado una lección valiosísima sobre los riesgos y la no tan ilimitada capacidad del negocio del streaming. Sin duda es una mesa a la que conviene sentarse, pero eso no significa que vaya a caber todo el mundo.
El apalancamiento del negocio de la suscripción ya dio un primer toque con el cierre del área de contenidos originales de YouTube Premium en 2018.
Que una de las compañías que más sabe de entretenimiento digital y que mejor conoce a sus usuarios se rindiera ante la evidencia de que el poder de la marca no era suficiente ya invitaba entonces a la reflexión.
YouTube no pudo escalar un nuevo negocio (el de la suscripción) de la misma manera y con la misma celeridad que lo hizo con su negocio FVOD (video bajo demanda gratuito con publicidad).
No como para justificar la inversión multimillonaria en producción de contenido original. Dos años después, “Cobra Kai”, uno de sus originales estrella, es propiedad de Netflix.
Hay más servicios, muchos más. El confinamiento ha impulsado el consumo de video, pero también ha estrechado los bolsillos y, en general, vuelto las condiciones de captación de clientes mucho más complejas.
Quibi se había vendido a sí mismo como servicio cuyo consumo estaba planteado para los desplazamientos fuera del hogar. Y la pandemia atacó directamente a su línea de promoción comercial.
Con nuestros movimientos circunscritos, por culpa del coronavirus, a los paseos entre la habitación, el salón, el baño y la cocina, la plataforma se reinventó con un replanteamiento: el servicio para ver entre llamadas de Zoom, como lo presentó en una ocasión Meg Whitman.
La pandemia no permitió que Quibi capitalizara la disposición de los usuarios a contratar más plataformas para diversificar el tiempo que dedicaban al ocio.
Sin embargo, achacar el cierre exclusivamente a la pandemia sería una lectura excesivamente simplista, que ignoraría la importancia que han tenido otros elementos.
Por un lado, están sus errores en la estrategia de promoción. El nombre nunca llegó a cuajar en la mente del cliente potencial y pasaron por alto una pieza clave de comunicación: la viralización natural que llevan a cabo los usuarios.
Quibi, de hecho, parecía empeñado en impedirlo, ya que no permitía hacer capturas de pantalla de su interfaz. Eso, tal vez, habría incentivado la curiosidad y contrarrestado las duras críticas que recibieron gran parte de sus contenidos.
Tampoco hay que obviar los puntos ciegos en su análisis de mercado. No supieron calibrar la canibalización que provocarían otros servicios en su audiencia (especialmente TikTok) ni lo cara que resultaba su oferta, frente a un consumo en movilidad cargado de opciones gratuitas.
De hecho el precio acabó siendo una cuestión capital, sobre todo si tenemos en cuenta que Quibi ofrecía un servicio complementario, no sustitutivo de lo que el cliente ya tenía contratado.
Otro factor que ha precipitado el fatal desenlace ha sido un exceso de confianza en el contenido y la falta de agilidad a la hora de adaptarse a la nueva situación.
Resulta irónico que, tras las múltiples peticiones de los usuarios de hacer Quibi accesible a través de otros dispositivos, las apps para smartTV llegaran un día antes de que se hiciese público el cierre de la plataforma.
También sufrió de una cuestión básica de entorno. La concurrencia de oferta, pasado ya el repunte de consumo derivado del confinamiento, está apalancando al sector.
Veteranos en esto del streaming —como Netflix— están comenzando a sentir la desaceleración de su crecimiento, algo que ellos mismos habían anticipado en verano. Sus previsiones de aumento de suscriptores se quedaron cortas según los datos correspondientes al tercer trimestre de 2020 (2.2 millones de suscriptores frente a los 2.5 proyectados, muy lejos de los 10.1 millones conseguidos entre abril y mayo, en plena pandemia).
Finalmente, también comienza a apalancarse el usuario, saturado de nuevas plataformas de las que, salvo contenidos puntuales, no es posible apreciar el elemento verdaderamente diferencial.
Esta es una de las lecturas posibles que se desprende de la presentación de resultados correspondiente también al tercer trimestre de 2020 de AT&T.
A pesar de que la cifra global de HBOMax, su plataforma más reciente, ha superado todas las expectativas (con 28.7 millones de clientes), solo 30% de ellos lo son de contratación directa e individual.
El grueso de clientes proceden de paquetes combinados que agregan el nuevo servicio (como Comcast, DirectTV o Hulu).
Y hay más: 70% de los clientes son personas a las que se les hizo el upgrade gratuito como clientes de HBO, pero que todavía no se han registrado en la nueva plataforma. Son, por tanto, personas que tienen el servicio a su alcance pero que aún no lo han utilizado. Y ya sabemos el riesgo que tiene no usar un servicio…
La guerra de los servicios streaming abre un nuevo episodio. Ahora no solo aprieta, también ahoga.
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